AMANECER
EN EL OBELISCO
Justo después de amanecer, arribaron los micros a la
intersección de Corrientes y 9 de julio, y se detuvieron a ambos lados del
obelisco. En esmerada simetría, diez ocuparon la mano hacia el río; otros diez,
la que va hacia el sur. El espacio peatonal quedó bloqueado. También, vacío,
porque los pocos cirujas que se despabilaban más o menos a esas horas todos los
días, y desaparecían de la vista de la Metropolitana, dispararon de allí
alarmados esta vez por el desalojador desconocido y amenazante. Los colectivos
de línea, que escaseaban tan temprano, no pudieron confundir con intolerantes
bocinazos cortos al ejército invasor y se resignaron a desviar por las
transversales, al igual que unos pocos
automóviles y camiones. Ahora, en ese sector, todo era blanco inmaculado: los
micros, los trajes de sus ocupantes en filas contrapuestas, la espada
desenvainada que miraba al cielo y que ese día cumplía ochenta años.
Los albos soldaditos hicieron entonces una ronda
alrededor de la mole de 67.5 m. de altura y, al tiempo que levantaban el brazo
como quien realiza un gesto marcial y marchaban con sus pies sin salirse de
lugar, iniciaron una suerte de mantra, que fue creciendo de fonema en morfema,
de silaba en palabra:
OM
SOM
MOS
SO – MOS
MOS- SO –MOS
NOS –SO –MOS
NO –SO –TROS
SO –MOS – NO –SO –TROS
O –TROS- SO -MOS
Las vibraciones graves alcanzaron las cuatro caras del
ínclito monumento, sobre el que empezaban a chispear las primeras luces de la
mañana. Cuando el rito sonoro llegó a su
fin, los coreutas alzaron sus caras sin rostro hacia la cúspide de punta roma.
Allá arriba era un mundo ajeno. Detrás de las cuatro
ventanas con persianas metálicas, la música de una radio de frecuencia modulada
alternaba con los golpecitos de los teclados de las computadoras. Pocos empleados ensimismados rigurosamente en
la producción continuaban su rutina. Blanqueo, reforma política, Justicia 2020,
pymes, empleo, relaciones diplomáticas con el Papa. De pronto, una pantalla
ubicada a un costado del escritorio del jefe se iluminó y proyectó un mensaje. Tomaron la Plaza de la República.
Nadie pareció alterarse demasiado. Pero todos
siguieron atentos a los mensajes que se sucedían. Despliegan una bandera blanca alrededor del obelisco y obstruyen la
única puerta de salida. No se puede.
No, no se puede salir. Son pocos, pero no se puede.
El jefe, que juega mentalmente a mover piezas en un
tablero blanco y negro, no se alarma tampoco, pero busca en Twitter la noticia.
Ve la foto que ya se reproduce. La bandera extendida tiene repetidas veces una
letra impresa: M M M M M M M M M M M M M
M M. Un video muestra a los disciplinados hombrecitos (de arriba, podrían
verse tan diminutos), que prolijamente tachan con marcadores negros una a una las
letras M ya inscriptas. Tachan una M.
Tachan una M. Tachan una M. Tachan una M.
Sobrevuela un helicóptero que podría llevarse el
pararrayos, en equilibrio sobre la punta, por delante; pero sigue de largo.
Si los ejecutivos miraran a través de las ventanas,
podrían advertir cómo van llegando a la Plaza los móviles de los medios y cómo
otro ejército, el de los periodistas con sus cámaras montadas y micrófonos, ordenan
un segundo círculo alrededor del edificio fundador. Podrían imaginar, también,
otro tipo de canto de monótono registro que se replica en forma reiterada por diarios,
radios, canales de televisión y redes sociales.
Sin embargo, arriba, se apaga la pantalla y las
cosas vuelven a la normalidad laboriosa. Blanqueo, reforma política, Justicia
2020, pymes, empleo, relaciones diplomáticas con el Papa. El gerente cierra
levemente los ojos y se recuesta unos segundos sobre el respaldo del sillón,
mientras piensa: Este es mi día. Pone
su mano sobre el manual de autoayuda. Aquí
es donde quería estar, dice. Apacigua la mente. Y derriba, con gesto
displicente, a la reina en su ajedrez imaginario.