a propósito de un poema de KEVIN PRUFER
Por: Silvina Marsimian
Enamorarse
es como disparar a ciegas por una ruta
en
la que no entra un solo vestigio de luz artificial
por el agujero de la noche,
justo
donde los ojos se pierden en bocanadas de nubes negras
antes
de la tormenta que grita y se puede oler.
También
enamorarse es
como
echar pastillas de menta en un vaso de alcohol turbio
y ver
cómo se forman globitos
verdes que las mantienen flotando
hasta que no dan más y se
desarman en puntos azulados.
Entonces no importa si es
otoño en el cuerpo,
o si las manos se te
enfrían porque saben que es otoño
o si se te pone ocre la
piel, además,
y medio dura,
porque es así: alguna vez
llegan la estación de la escarcha
y los copos de nieve
grises y los otros, los de olor fétido,
los que
a nadie le gustan,
y algo por dentro se
escurre y hace charquitos.
Pueden hacer la guerra y
vencernos si quieren;
mientras tanto, miraremos
caer esos copos de las nubes
que están
un
poco más arriba
más arriba
de nuestras cabezas
(este poema habría que leerlo al revés).
Amor es cerrar el garaje, encender
el motor del auto
y meternos en el ruido
como muñecos de tiritas de papel.
Cuando uno se cae de una
ventana
y se hace pedacitos,
bueno, eso es parecido a enamorarse,
aunque después busquemos
esos pedacitos
para unirlos con
plasticola.
Enamorarse de una vez por
todas es comprarse una soga
larga
para atrapar a otro y, al
mismo tiempo,
dejar la soga
larga
que se estire
larga
bastante lejos de nosotros
y dejar al otro del otro
lado de la soga.
La
soga enamorada.
La plasticola pegajosa.
Las pastillas solubles.
La noche agujereada.